sábado, 11 de febrero de 2012

Siluetas

Estábamos completamente solos. Y nos mirábamos directo a los ojos. Éramos dos guerreros que se encontraban en medio de una batalla.

Yo era Atreyu, intrépido, sagaz, valiente, capaz de cabalgar por el cielo en un dragón blanco. Aunque también era Bastián; inseguro, fabulador, capaz de pelearse a muerte con un amigo por orgullo.

Sobre todas las cosas era ese gordito de guardapolvo blanco que llegaba tarde. Que cuando sonaba la campana todavía estaba leyendo en la esquina a pleno sol de mediodía. Y deseaba, el gordito deseaba con todas sus fuerzas que La Historia Interminable no terminara nunca, que el reino de Fantasía existiera de verdad y que la espada mágica encontrara la paz algún día.

¿La espada…? ¡El martillo! Era el aviador. Aún cuando tenía edad para ser el Principito, yo era el aviador. Perdido en medio del desierto golpeando una tuerca grasosa con un martillo. El Principito rogaba que le dibujaran un cordero, yo lo único que podía ofrecerle era la promesa del cordero. Una caja gris. El cordero que querés está adentro ¿Sabés? ¡Justo lo que él quería! El Principito podía ver el cordero. Yo no. Por lo general veo cajas.

Tengo una caja en casa ¿Saben? Mas bien un cajón. Le digo el cajón de los fracasos y ahí entre tarjetas arrugadas también estoy yo. Y vos. Y tus promesas de papel.

Y la canción que te dediqué. Era yo el que estaba sentado con vos en el sillón. El que se respiraba tu cuerpo desnudo a la luz de la mañana. El que se moría asfixiado cuando caía la noche...

¿Y ahora?

¿Qué soy? ¿Quién soy?

Últimamente me busco por la ciudad, en los balcones viejos de Once y San Telmo. En los barrios que recorríamos con François y el Ruso, cuando los tres teníamos más pelo en la cabeza y ni un mango partido al medio en el bolsillo. ¿Cómo era? Amigos hasta después de muertos. Yo nos veo ahora y pienso que teníamos razón. Que bueno que estén acá. Que bueno que todos puedan verlos. Franqueza pura, melancolía, orgullo e inocencia. Vos también estás, no me olvidé de vos. Ahora me reconozco mejor. En las vidas de la gente que quiero me veo un poco mejor. Un contorno quizás. Borroso. Pero capaz que el momento en que uno termina de armar la imagen, el momento en que uno termina de armar el rompecabezas, quizás también sea el momento de irse.

Y a mi me gusta pensar que estoy a tiempo de pasear en dragón por Fantasía, de poder ver corderos a través de las cajas, de vivir otras mañanas desnudas de papel. De recorrer las veredas de Once y San Telmo con mis amigos y mis amores.

Me gusta pensar que en algún lugar hay un gordito llegando tarde a clase, leyendo mi historia, y deseando con todas sus fuerzas que no se termine todavía…

martes, 24 de enero de 2012

Compañeros de viaje


Imaginen por un momento una enorme pradera.

No les va a tomar mucho tiempo comenzar a ver en su cabeza el verde un poco maltrecho que pelea con el suelo polvoriento. Los culpables son los elefantes. Por donde pasa una manada de elefantes, el pasto ya no vuelve a ser el mismo.

Imaginen un día de sol. Un día que fue, que será, no importa...

Supongamos que este es uno de esos cuentos de: “Había una vez...”

Esta pradera se encuentra salpicada aquí y allá con pequeños árboles que buscan el sol perezosamente, elevando sus ramas con cautela, con parsimonia, con paciencia de décadas. Debajo de uno de estos árboles, hay un elefante hablando solo. Su vozarrón de elefante hace tronar la tierra, pues está muy enojado.
En realidad yo se que ustedes se dieron cuenta de que el elefante no está hablando solo, pues si son observadores, habrán visto a la pequeña alondra que trina desde una rama baja, su voz de cristal suena alterada y a punto de romperse.
El elefante y la alondra discuten este día, como siempre desde el año en que se conocieron.
Esto no significa que se lleven mal, todo lo contrario. Son muy amigos, siempre fueron amigos. Lo que pasa es que hubo un tiempo en el cual todavía no se conocían. Y siempre podían hablar de cualquier cosa, bueno... casi.
Cuando llegaba aquel tema, todos los animales de la sabana huían de su discusión acalorada. Supongo que a ustedes les interesará, puesto que nunca la han oído. Hasta hace poco trataban de convencerse tranquilamente y con argumentos lógicos... Pero ya hace rato que se están gritando:
-¡Las montañas!- dice el elefante-. ¡Qué puede tener de bello algo que no es más que un montón de piedras!
-¡El mar!- trina la alondra-. ¡Litros y litros de agua, que según me han dicho, ni siquiera se puede beber!
Y vuelan los argumentos. Uno tras otro.
Una discusión inútil, puesto que ni el elefante conoce las montañas, ni esta alondra conoce el mar. Así que seguramente terminará como terminan siempre las discusiones inútiles. Con un dejo amargo, y sin que nadie aprenda nada.
Porque en realidad al elefante no le importan mucho las montañas, y a la vez, querría explicarle a la alondra que el mar era la cosa más hermosa que había visto nunca, y a la alondra le sucedía exactamente lo mismo.
No hay conciliación posible, o eso pensaron.

Una vez tuvieron una especie de idea, si pudiesen ir los dos y visitar ambos lugares... Un largo viaje. Primero al norte, a través de las ciénagas oscuras de la Selva Negra, hasta las montañas, y luego, incontables kilómetros al oeste se encontraba el océano.
Una idea poco práctica, lamentablemente. Estaban muy viejos. La alondra no resistiría los fríos y cortantes vientos del norte, y el elefante no tendría tiempo de vida suficiente para caminar los largos pasos que llevaban al mar.

Los días en la pradera siguieron pasaron inexorables, y mientras la alondra se iba desplumando poco a poco, el tinte gris del elefante se volvía ceniciento y los cabellos de la cola, encanecían de a poco.
El tiempo no importa cuando se está en compañía de un amigo. Y hay que decir que cuando no discutían, la pasaban muy bien.
A veces el ave se encaramaba sobre el cuello del elefante cuando lo encontraba distraído, y le picoteaba detrás de la oreja. El elefante sonreía entonces, mientras barritaba profundamente, repleto de pura satisfacción. La alondra se reía con una risa hecha de pequeñas cascadas de hojas secas...

La tarde mezclaba sus rojos con el tenue amarillo de unas luciérnagas que tímidamente comenzaban a saborear la humedad del ocaso. Ese fue el momento que eligió la Dama Blanca para ir a buscarlos.
La alondra dormitaba tras la oreja del elefante como hacía siempre, mientras el paquidermo masticaba una rama verde y rechoncha con aire distraído.
La voz de la Dama Blanca los sobresaltó.
-La noche se acerca- comenzó a decir-. Ya es hora de que vengan conmigo.
Los amigos se sobresaltaron, y cuando miraron a los ojos profundos y sin pupilas que los reclamaba con un silencio hecho de siglos, se entristecieron mucho.


El elefante pensó que su amiga nunca podría ver el mar. A él no le importaba no volver a verlo. Una vez había sido suficiente, y era el recuerdo que más valoraba entre todos los recuerdos que tenía.
Al repasar el instante en su mente, se vio a si mismo joven, muy joven. Todavía se agarraba con su trompita a la cola de su mamá.
El sol estaba saliendo, y ellos se preparaban para una larga caminata. Todavía se desperezaba, los fragmentos de un fresco sueño nocturno se desprendían de su mente cuando una visión atravesó sus ojos llenos de lágrimas mañaneras. Infinitos prismas que bailaban y se fundían a su alrededor, lo golpearon con la belleza de siglos de constante cambio.
Millones de pequeñas olas carmesí devolvían al viento el reflejo del sol. Las nubes, parecían colgar como algodones raídos, de un cielo que no acababa de decidirse por cual color tomar.
En su mente infantil, imaginó una túnica inmensa de lienzo blanco y de celestes perdidos, atravesada por rayos anaranjados.
Agudizó la vista, y le pareció ver muchos puntitos negros que giraban, y se zambullían en el agua cristalina y brillante, infinitamente lejana...
Pero no pudo ver mucho más, pues su papá estaba de mal humor esa mañana, lo empujó desde atrás, y refunfuñando tuvo que ponerse en marcha.

La alondra pensaba que su amigo nunca podría ver las montañas. A ella no le importaba no volver a verlas. Una vez había sido suficiente, y era el recuerdo que más valoraba entre todos los recuerdos que tenía.
El invierno era crudo, y sus padres no podían posponerlo más. Tuvieron que esperar hasta que las alas de la pequeña alondra se desprendiesen de su último plumón, y estuvieran fuertes para soportar la travesía. Pero mientras esperaron, el frío se les echó encima con su carácter de navaja.
En la peor de todas las noches, se refugiaron en una pequeña cueva que se abría invitadoramente en el flanco de una meseta. En medio del bosque, toda la lluvia del mundo desataba su rencor contra las paredes de piedra y los pájaros se arrebujaban de miedo y frío, mientras batían las alas para entrar en calor.

La mañana llegó por fin, así como llega todo. Y les regaló un día más bien otoñal, en el cual las hojas de los árboles se desperezaron engañadas por los rayos tardíos.
Este era el respiro que necesitaban para ponerse en marcha y terminar el viaje, un día ganado al frío era un día valioso y una verdadera bendición.
Subieron los tres; muy alto hacia el cielo, y fue allí cuando las vio...
Enormes titanes que elevaban sus coronillas plateadas mas allá de las nubes; con sus piernas de eternidad gris hundiéndose en valles verdes y en lagos plateados.
El alba teñía el paisaje de oro rojo. Los flancos nevados sangraban arroyos, que apenas si se adivinaban entre las rocas cubiertas de musgo. Ni siquiera la mirada de pájaro era suficiente para abarcarlo todo. Los ríos, los árboles... el abanico de verdes, blancos, rojos, vertido corriente abajo convirtiéndose en cascadas de estática y turbulenta magia...
Sus padres se recortaban como un puntito oscuro sobre la línea del horizonte y le costó mucho alcanzarlos. Esa noche, por el retraso; se quedó sin postre de gusanitos tiernos.


La Dama Blanca se compadeció al ver sus caras tristes. Dicen las malas lenguas que tiene un corazón de hielo, pero yo se que no es así. Mas allá de la cara inexpresiva y pálida como un reflejo de luna en un estanque negro, yo se que sus ojos blancos se estremecieron con un suspiro de ternura. Yo se que esos pozos de luz sin pupilas que velarán sobre la tierra hasta el fin de los tiempos, hubieran derramado lágrimas en honor a esa amistad (si hubieran podido, claro)
La Dama brilló con su llama fantasmal.
-Está bien entonces- dijo con una voz serena y lejana, que sonaba como un puñado de ecos.- Vendré a buscarlos dentro de un año.
La alondra y el elefante se miraron y sonrieron. Cada uno leyó en los ojos del otro la misma determinación. Estaban tan alegres, que ni notaron cuando la Dama se diluyó en el aire.

No había tiempo que perder. La idea golpeó las mentes de los amigos al unísono.
Ambos sabían que un año sería poco tiempo para que viajaran juntos. Pero era suficiente para que la alondra (si se apuraba), hiciera sola todo el camino hacia el oeste, pasara un día en el mar y regresase luego. Y para que el elefante (cuya piel dura y seca como la piedra misma, resistiría el frío), pasara también un día en la montaña.
Se prometieron volver al cabo de un año y contarse mutuamente todo lo que vieran. Y zanjar de una vez aquella vieja disputa.
Partieron a la mañana siguiente entre abrazos, recomendaciones, y consejos para el camino.
-¡No olvide mojar sus patitas en la orilla amiga!- gritó el elefante.
-¡Y usted amigo mío, no olvide probar el agua cristalina que baja desde las alturas!- dijo la alondra mientras se elevaba sobre una ráfaga de aire caliente...

No voy a referirles ahora mismo los pormenores del viaje. Fue largo y duro es verdad, pero estuvo plagado de aventuras. Todavía se hablan de algunas de ellas en otros libros de cuentos, y se llenarían volúmenes enteros sólo con las historias de viajeros que escucharon de otras bocas, en largas noches insomnes de fogón.
Dije que fue largo, bueno me equivoqué. Fue muy largo, tanto, que les tomó un año menos dos días el llegar a destino.
Esta claro que ellos no lo sabían, ¿Cómo iban a medir el tiempo una alondra y un elefante?, me han contado la historia de un elefante que usaba sombrero, pero ciertamente que éste no llevaba encima un almanaque.

Es una suerte que no supieran, pues si lo hubieran sabido, ni la alondra hubiese disfrutado tanto su día de playa, ni el elefante su día en la montaña...

Se despertaron con el amanecer, y emprendieron el regreso. Ambos se encontraban muy cansados.
-¡Claro!- pensó la alondra.- ¡Si me pasé todo el día de ayer jugando con las gaviotas!
-¡Claro!- pensó el elefante.- ¡Si me pasé todo el día de ayer retozando en las piedras y visitando los bosques de años incontables!
Comenzaron a andar penosamente, a pesar del cansancio; los dos tenían muchas ganas de ver a su amigo y contarle todo.
Caía la tarde cuando el cansancio ganó la lucha. El sol se escondía avergonzado de las sombras que ganaban terreno, y recorrían la tierra reclamando el poder de la noche, el negro fluía y llenaba de oscuridad, de ranas y de grillos invisibles.
Alondra y elefante, a muchos, muchos, muchos kilómetros de distancia, se detuvieron con la excusa de descansar un momentito, un segundito nada más, y se quedaron dormidos.
Un resplandor blanco se filtró por entre los párpados a medio cerrar.


Era de día en la pradera y los amigos se encontraron finalmente. Se acercaron despacio, y los ojos color café del elefante que conocieron las nieves eternas, y la sangre fresca de la montaña, y los ojos de la alondra, celestes como el cielo marino al mediodía y bellos como un rabo de nube, se cruzaron, se fundieron, se zabulleron en una mirada plena. Y se llenaron de lágrimas.
-Gracias- dijeron ambos a la vez, y se abrazaron como se abrazan los amigos…


...esa noche, la Dama Blanca besaba en la trompa a un elefante, y en el pico a una alondra que estaban a muchos, muchos, muchos kilómetros de distancia, y que nunca volvieron a despertarse en esta tierra.
Pero me gusta pensar que despertaron juntos en otra parte, en el lugar en donde se encuentra la gente que se quiere, las lágrimas y los rabos de nube.
Un lugar donde el océano y los gigantes del pasado ofrecen todo su esplendor bajo el cielo azul.

Un lugar en donde alondras y elefantes, vuelan por igual.




(Dibujos de  Leilina.)

martes, 22 de noviembre de 2011

Indiferencia

A Carolina, que lo vio...

Ella.

Como un artículo más, decorando las calles mugrientas.

La figura se desdibujaba contra la pared llena de afiches despegados, emulada con la ropa hecha de retazos.

Un mundo de gente la ignoraba paseando, charlando, riendo o mirándola y reteniendo la imagen en sus mentes lo que dura un suspiro de piedad.

Reparé sin querer en un bulto que descansaba entre sus brazos. Descubrí a un niño ciego igual que ella.

Quieto igual que ella.

Ajenos y solos.

Un instante eterno estuve mirando, deseando que fuera realmente un objeto, un afiche vacío o una hoja al viento, y no una estatua de carne forjada en el dolor pulverizando mis trivialidades.

Pero el que atisba un poco tiene que mirar todo, o no habrá visto nada.

 De un lugar que se encontraba a unos metros -quizás a unos kilómetros- surgió una voz infantil:

-¡Mirá Mamá!, ¡Mirá!- dijo entre jadeos un chico que se acercaba corriendo.

La mujer atravesó el muro de inmovilidad y tanteando el vacío, tocó primero el autito de juguete que su hijo pretendía mostrarle y luego, sonriendo, le acarició la cabeza.

El chico miró a su madre y hermano, e intentó sonreír frente a los ojos acuosos, perdidos, que lo atravesaban fijos en el infinito. Después se sentó en la calle a respirar la materia de la que está hecha la soledad.

Aquello completó el cuadro. Yo, simplemente seguí caminando con la gente.

Los que pueden ver hacia la vereda de enfrente saben, que la verdadera soledad radica en no poder compartir nuestras desgracias.


Fotografía: Homeless (1860) de Oscar Gustave Rejlander

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Compre Felicidad

Parece ser que las únicas cosas de las que podemos disponer son aquellas cosas que hemos comprado. Eso nos da una falsa sensación de poder, que orbita alrededor del dinero y que hace que nos pongamos furiosos cuando algo por lo que hemos pagado, no resulta ser como imaginamos.

La absoluta falta de trascendencia en nuestras vidas, la angustia, el eterno intentar vivir en un presente placentero, hace que un colectivo que llega tarde, una sopa que viene fría en el restaurante o un equipo musical fallado desaten nuestra frustración. El sistema nos traiciona. No tenemos ni siquiera eso. No tenemos ningún tipo de control sobre nuestras vidas, ni sobre nuestras acciones.

La falsa sensación de elección es elegir qué comprar. La falsa sensación de definir el rumbo es decidir hacia qué lado saco una foto, mientras otros manejan el barco a su antojo. La falsa sensación de trascendencia es acumular bienes materiales que poder dejarle a nuestros descendientes. La vida se convierte en una fachada, en un disfraz, en un eterno presente de placer y acumulación y de acumulación por placer.

La sistemática eliminación del pasado tiene un objetivo, que imagino aún más perverso que el retratado por Orwell en 1984. En 1984 se modificaba el presente haciendo que un pasado cambiante ayudara a aturdir a las masas, retorciendo su memoria. El sistema actual procede a la total eliminación del pasado, y a la absoluta relativización del futuro. El pasado directamente no importa, no hay que modificarlo. El pasado no existe o en su defecto tiene la misma importancia de un manual de instrucciones. Tiene algún tipo de sentido utilitario, pero no más que eso. El futuro está infinitamente lejos y es incierto. Nada de lo que haga hoy podrá mejorarlo. El objetivo no es tener una masa obediente que haga todo lo que se le ordena. El objetivo es tener una mayoría inactiva. Absolutamente improductiva desde el punto de vista creativo.

El objetivo no es instalar la obediencia, es eliminar la voluntad. Es producir robots. El robot no obedece, así como no obedece una licuadora: es una máquina. No tiene iniciativa. Su pasado no es más que el camino tecnológico que llevó a generarlo y su futuro es el descarte por un modelo mejor.

martes, 15 de noviembre de 2011

Una temporada de lluvia


Decile al cielo que llore,
que estoy llorando.

que me tape la lluvia,
que me empape la cara,
que me lave el alma.

Decile nube, que venga,
que venga el agua.

Que me susurre el viento,
tranquilo…
tranquilo que todo al final se acaba.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Enfrente


Yo vivo Acá. Todos los demás, en la Vereda de Enfrente.
Acá no brilla nunca el sol, son los edificios. Demasiado altos.
Todo lo que tengo es oscuridad.

Y sombras.

Particularmente prefiero la oscuridad, cuando me encuentro en la oscuridad no pienso que hay un sol vedado para mi. Y en la noche, las tinieblas son para todos por igual.
Me gusta pensar que a la noche nuestras veredas se acercan; hasta que los cordones se rozan apenas, y parece que hay que dar solamente un saltito para estar del otro lado.
Pero... Apenas los rayos de la mañana acarician la Vereda de Enfrente; se muere la fantasía.
Porque ahí sí que brilla el sol, ¡Y cómo brilla!; ahí todo es dorado y hermoso, la gente buena y las mujeres… bellas. Y uno puede regocijarse viendo a las personas pasear, comprar y saludarse.

El día es terrible. Al dar el sol contra la calle, el asfalto parece fundirse y amenaza con correr como un río incandescente. Y nuestras veredas se alejan tanto como nuestros mundos, dejándonos las penumbras para que no sepamos de que color es nuestra piel. Para que tomemos conciencia de lo frío, lo oscuro y lo solitario que es vivir Acá, como vivo yo; debajo de un farol quemado.

En los términos correctos no estoy solo, somos varios los que vivimos de este lado, pero no nos interesamos; yo mismo sé que hay otros sólo porque los vi con el rabillo del ojo en un par de ocasiones.
En realidad, todos queremos mirar al frente. De día agudizando la vista para no perder detalle, y de noche con locas ideas de cruzar nuestra calle sin vuelta a la manzana.
Sabemos que es un sueño, poco más que un anhelo; no tengo que espiar a mis esperanzas perdidas para demostrármelo. Y no querría llevar mi oscuridad (mi vergüenza) y la palidez de éste lugar allí, en donde todo es glamoroso.
Somos parte del folklore, personas de un lugar que los adultos usan para asustar a los niños.

Quiero que llegue la noche, demasiada envidia y fascinación para este día. Quiero dormir un poco, quizás sueñe que ya no vivo Acá, y entonces veré al sol sobre mi cabeza, y podré ensayar eso que llaman sonreír.

Y quizás, quizás por unas horas; sea feliz.

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